La vida, tal como ella la conocía, tocó a su fin en cuanto logró meterse por la puerta entornada. Todo
lo diurno cedió ante una cruda sucesión de horas continuas. Encontró a Alfred desnudo,
de espaldas a la puerta, sentado en una capa de sábanas puestas sobre páginas
del periódico matinal de St. Jude. Los pantalones, la chaqueta sport y la
corbata estaban encima de la cama, que Alfred había dejado con el colchón a la
vista. Las sábanas y mantas y colchas restantes las había amontonado en la otra
cama. Siguió llamándola incluso cuando Enid encendió la luz y ocupó su campo de
visión, su intención inmediata fue tranquilizarlo y ponerle el pijama, pero la
cosa llevó su tiempo, porque Alfred estaba terriblemente agitado y no terminaba
una frase, ni conseguía que los sujetos y los verbos concordaran en número y
persona. Pensaba ya que era de día y que tenía que bañarse y vestirse, y que el
suelo contiguo a la puerta era una bañera y que el pomo era un grifo, y que
nada funcionaba. Aun así, se empeñaba en hacerlo todo a su manera, lo cual dio
lugar a unos cuantos empujones y otros tantos tirones, y a un golpe en el
hombro de Enid. Estaba furioso, y ella lloraba, insultándolo. Él se las
apañaba, con esas manos demencialmente temblonas, para irse desabrochando el
pijama tan de prisa como ella se lo abotonaba. Nunca le había oído utilizar
palabras como mierda o cabrón, y la naturalidad con que ahora las pronunciaba ponía
al descubierto muchos años previos de silencioso uso en la cabeza. Deshizo la
cama de Enid mientras ella intentaba rehacer la suya. Le suplicó que se
estuviera quieto. Él le grito que era muy tarde y que se sentía muy confuso. Ni
si quiera en estas circunstancias lo dejaba de querer. O lo quería más que
nunca, en tales circunstancias.
Las correcciones, Jonathan Franzen.
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