jueves, 23 de febrero de 2012

Goethe y la renovación de los clásicos


Igual que me gusta limpiar la casa cada vez que me libero de alguna angustia que me oprima, últimamente me ha dado por retomar la poesía. La poesía está teñida de un halo de romanticismo, y asociada normalmente a la melancolía y al desamor, muchas veces injustamente. Los versos no deben devorarse, deben leerse con calma. 

¿Y quién mejor que Goethe para disfrutar la poesía? Es que uno se acerca a Goethe como se acerca a Tolstói, a Shakespeare. Sabe que pisa una cumbre, no ya de lo literario, sino de lo humano. Para llegar a Goethe hay que ascender, y una vez llegados arriba, solo podremos permanecer unos momentos. Luego, en el llano, siempre tendremos esa montaña como punto de referencia en el paisaje. Y siempre estará llamándonos a una nueva subida.

Este hombre que fue tantos hombres a la vez, político, crítico de arte, botánico, geólogo, filósofo (el menos metafísico de los filósofos), darwinista antes que Darwin… y todos los etcéteras con que se quiera alargar esta lista, que tantas cosas averiguó e indagó en su curiosidad insaciable, fue, ante todo, y sobre todo, un poeta. Un ser humano  que hacía versos, y que en ellos, y con ellos, intentaba atrapar la incógnita de su destino, el misterio del mundo.

Stefan Zweig, en la introducción a una antología lírica de Goethe que preparó, lejos aún la catástrofe de la cultura alemana, en el Salzburgo de 1927, dijo del poeta:

El primer poema de Goethe está escrito con una torpe mano de ocho años en una tarjeta de cumpleaños para sus abuelos. El último, por una vieja mano de ochenta y dos años, apenas cien horas antes de su muerte. Entremedio de esta patriarcal longevidad de su vida, flota siempre inquieta el aura de la poesía sobre esta infatigable cabeza. No hay año, a veces no hay mes en un año, a veces ni un solo día al mes, en que este hombre sin par no se haya explicado y corfirmado a sí mismo en sílabas contadas el milagro de su propia naturaleza. Con los primeros trazos de su pluma se inician también los comienzos de su producción lírica, desde el primero al último aliento, hasta el final.”

La gracia de todo buen poema radica en que no caduca. Los buenos poemas de amor pueden, para el lector, estar dedicados a María, a Cristina, a Juan o a Cristiano Ronaldo. O a quien el lector quiera dedicárselos. Un rechazo amoroso puede dolerle a cualquiera. No hace falta ser un viejo y solitario sesentón como Goethe en el tiempo en que la jovencísima Ulrike von Levetzow le da, finalmente, muy finas calabazas en el balneario de Marienbad. Los poemas, los buenos poemas, hablan por sí solos. Un buen poema dice siempre mucho más de lo que su autor creyó decir. Un poema son muchos poemas, tantos como personas que se atrevan a leerlos.

Por esto no hay más que una manera de salvar al clásico: usarlo sin pudor ni remordimientos para nuestra propia salvación; es decir, prescindir de su clasicismo. Traerlo hasta nosotros, inyectarle pulso nuevo con la sangre de nuestras venas. Contagiarlo con nuestras pasiones… y nuestros problemas. En vez de hacernos centenarios en el centenario, intentar la resurrección del clásico resumergiéndolo en la existencia propia.

En un panorama de Eduards Espinosa y Federicos Moccia, a mí que me pongan una ración de Goethe.

Mi favorito, hasta ahora, es este:

Libro de lectura

El libro mas prodigioso
es el libro del amor;
Lo he leído atentamente:
alegres muy pocas páginas,
muchos pliegues desdichados,
un capítulo es la ausencia,
y decirse adiós, un párrafo…
fragmentario…

Penas, penas
en tomos de aclaraciones
sin medida, inacabables.
Pero al final, oh Nisami,
has tomado el buen camino.
¿Pues quién puede resolver
lo que solución no tiene?
Los amantes cuando vuelven
a encontrarse.