jueves, 3 de octubre de 2013

Una escena en la vida de Alfred y Enid.

      La vida, tal como ella la conocía, tocó a su fin en cuanto logró meterse por la puerta entornada. Todo lo diurno cedió ante una cruda sucesión de horas continuas. Encontró a Alfred desnudo, de espaldas a la puerta, sentado en una capa de sábanas puestas sobre páginas del periódico matinal de St. Jude. Los pantalones, la chaqueta sport y la corbata estaban encima de la cama, que Alfred había dejado con el colchón a la vista. Las sábanas y mantas y colchas restantes las había amontonado en la otra cama. Siguió llamándola incluso cuando Enid encendió la luz y ocupó su campo de visión, su intención inmediata fue tranquilizarlo y ponerle el pijama, pero la cosa llevó su tiempo, porque Alfred estaba terriblemente agitado y no terminaba una frase, ni conseguía que los sujetos y los verbos concordaran en número y persona. Pensaba ya que era de día y que tenía que bañarse y vestirse, y que el suelo contiguo a la puerta era una bañera y que el pomo era un grifo, y que nada funcionaba. Aun así, se empeñaba en hacerlo todo a su manera, lo cual dio lugar a unos cuantos empujones y otros tantos tirones, y a un golpe en el hombro de Enid. Estaba furioso, y ella lloraba, insultándolo. Él se las apañaba, con esas manos demencialmente temblonas, para irse desabrochando el pijama tan de prisa como ella se lo abotonaba. Nunca le había oído utilizar palabras como mierda o cabrón, y la naturalidad con que ahora las pronunciaba ponía al descubierto muchos años previos de silencioso uso en la cabeza. Deshizo la cama de Enid mientras ella intentaba rehacer la suya. Le suplicó que se estuviera quieto. Él le grito que era muy tarde y que se sentía muy confuso. Ni si quiera en estas circunstancias lo dejaba de querer. O lo quería más que nunca, en tales circunstancias.


Las correcciones, Jonathan Franzen.